Andando a través de la noche, abriéndome paso por la maraña de imágenes que nos atacan simultáneamente por las calles de la urbe, me percaté de una presencia turbadora y desasosegante. Eran unos efebos que me observaban quietos y hieráticos. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y vi pasmado su mensaje, directo y esclarecedor: ¡compra!.
Miedo se apoderó de mi talante y desconcierto en mis pensamientos al descubrir que eran maniquíes. Simples y concisos muñecos de ropa para niños. Sólo un detalle los transmutaba en seres oscuros nacidos de tinieblas espantosas. Dada la época carnavalesca, les habían colocado en sus cabezas, unas caretas que representaban animales de parajes selváticos.
Ese híbrido entre humano y animal, la iluminación tenue y sobre todo, la mirada hueca y sin ojos de las caretas, convertían un simple reclamo comercial, en una invitación para sumirse por los derroteros más terroríficos de una tienda de ropa. A la sazón, y a juzgar por la representación, toda una atracción de feria, de esas que invita a pasar miedo.
No compré ni una sola prenda, es más, me dieron ganas de salir corriendo y cerrar a cal y canto mi morada, a la vez que debería desempolvar viejas clavículas y grimorios para defenderme del Mal, siempre presente, siempre acechante.
Miraré a partir de ahora ese escaparate con otros ojos, y en la veleidad del acto de ir de compras relajadas, siempre tendré un ápice de prudencia, un pequeño recuerdo a las máscaras que me observaron; maniquíes sin vida que a pesar de todo me hablaron… y me estremecieron.
Para pensar
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