Tras los muros del silencio se ocultan historias que en su día fueron vida. Allí permanecen en duelo frente al olvido popular. Polvo que cubre lápidas y algo de desazón cuando uno se pasea por los pétreos recuerdos y se pregunta quién es esa persona que duerme eternamente. Hay en nuestra necrópolis de Torrero varios cementerios. Cada uno con su historia que se funde en la actualidad tras medio millón de metros cuadrados, que nos esperan a todos los que queramos dormir bajo tierra. Uno de esos otros cementerios dentro del de Torrero, despierta nuestra sana curiosidad por saber un pasado necesario. Ese rubor del alma, esa inquietud intelectual, debió de cosquillear a un autor aragonés que hace poco tiempo se puso a indagar en algo más que una herencia cultural, que forma parte de Zaragoza desde el siglo pasado. Esta persona es Sergio del Molino, y ese camposanto, última morada de una cultura que echó raíces en nuestra ciudad, es el cementerio alemán de Torrero.
Todas las urbes de tamaño considerable acaban con el tiempo deviniendo en crisoles culturales y de convivencia. Zaragoza lo es hoy en día de forma palpable y ha habido épocas de curiosos mestizajes interculturales en la ciudad del Ebro. Uno de ellos se nos explica y muestra de forma amena y clara en el libro “Soldados en el jardín de la paz” escrito por Sergio del Molino (Prames, 2009). El subtítulo del mismo lo dice todo: huellas de la presencia alemana en Zaragoza (1916-1956). La historia nos refiere a un grupo de inmigrantes alemanes que recayó en nuestra ciudad huyendo de la Primera Guerra Mundial, y poco a poco se integraron con las gentes zaragozanas en una reciprocidad enriquecedora para todos. Como decimos, el cementerio alemán de Torrero, constituye a la vez, testimonio y origen de una historia que aún se deja entrever en la cultura aragonesa.
Ha habido alemanes en Zaragoza desde hace tiempo. De hecho, nuestra ciudad posee consulados de varios países. Pero el acontecimiento que supuso una curiosa novedad, fue la llegada de 347 alemanes provenientes de Camerún. Eran refugiados, exiliados, desplazados, como se les quiera llamar. Lo cierto es que estamos ante el fruto de una guerra, que como todas, fue devastadora, cruel e inhumana. La Primera Guerra Mundial se libró no sólo en Europa sino en todos aquellos lugares donde las potencias beligerantes tenían presencia. Y África se convirtió de esta manera en un segundo campo de batalla. En dicho continente muchos países europeos tenían asentamientos, eufemismo de conquistas, prolongación imperial de una patria. Y Alemania, asentada en Camerún, tuvo que defender ese territorio del ataque y avance inglés y francés, dos de los históricos países exploradores y explotadores del continente africano.
La presencia alemana en ese país responde a intereses lógicos de una expansión. Desde el siglo XIX, Europa comenzó a descubrir a su vecina del sur más allá de los límites Mediterráneos. Se necesitaba explorar por el avance de la Humanidad, y se necesitaba explotar por el bien de la sociedad. El comercio lo mueve todo y las tribus de Camerún comenzaron a establecer lazos mercantiles con ingleses y alemanes en base al marfil y el aceite de palma. Finalmente, un poco por poner contractualmente las relaciones, Alemania se aseguró todo el negocio con Camerún. Oficialmente fue en 1883 cuando los reyes Bell y Akwa, de las tribus de Camerún, llagaron a un acuerdo por el que Alemania protegía esas tierras y esas gentes. A la postre, el monopolio del país quedó pactado. En 1885 África constituía un pastel repartido entre las potencias europeas que más adelante se iban a enfrentar. Y Alemania tenía ya su porción.
La Gran Guerra de 1914 cambió a Europa y su vecina del sur. Camerún vivía bajo dominio alemán en una cordial colonización. Pero ingleses y franceses acabaron invadiendo la zona y expulsando a los germanos. Fue allá un 4 de febrero de 1916 cuando, nada menos que 823 alemanes y unos 60000 nativos cameruneses, piden a España asilo político. Venían huyendo, combatiendo, resistiendo, el avance que lideró el general inglés Charles M. Dobell. Ese día, el 4 de febrero, los germanos huidizos del hacha bélica, se presentan en Río Campo, territorio español dentro de lo que hoy es Guinea Ecuatorial.
Los países neutrales tenían la obligación internacional de admitir a refugiados si éstos se les presentaban. El carácter humanitario de la neutralidad consistía en acogerles mientras durase el ambiente bélico y, pasada la tormenta, pudiesen volver a sus casas. Por este motivo España acogió en varias ciudades a estos alemanes cameruneses. Fueron a varias localidades, Alcalá de Henares, Pamplona… y 347 de ellos, recalaron en Zaragoza el 5 de mayo de 1916. Ahí empieza una nueva historia, tanto o más que una nueva vida.
Paseando por el cementerio alemán de Torrero, uno se imagina las peripecias y los horrores de luchar, de esquivar la muerte, perder tu casa y tener que adaptarte a una nueva cultura. Sin embargo, esa presencia cultural se intuye en la vida de Zaragoza. Sergio del Molino plasma en el papel ese poso que dejaron y que permanece en nuestra ciudad. Su libro, comprende una investigación necesaria para que no olvidemos. De esta manera, nos damos cuenta de lo que esas víctimas de la Guerra, aportaron a nuestras gentes de Zaragoza. Un intercambio vital recíproco y enriquecedor, una de las grandezas del mestizaje de mentes, costumbres, de formas de ver la vida. Prueba de que es más sano convivir que expulsar, respetar que imponer, abrir los ojos que cerrarlos.
Los alemanes, desde el principio de su asentamiento en Zaragoza, no dejaron nunca de perder sus raíces. Lo explica muy bien Sergio del Molino a través de la concepción que esa cultura tiene de la identidad como pueblo, dentro y fuera de Alemania. Y de hecho, cuando finalizó la Guerra, los alemanes que se quedaron en la ciudad del Ebro, completamente integrados en nuestra tierra, brillaron con luz propia tanto en aspectos novedosos e influyentes, como en nefastas compañías políticas, integradas en los aires que se respiraban en una Alemania nacionalsocialista.
A grandes rasgos la cultura alemana residente en Zaragoza aportó no pocas novedades que nos enriquecieron. Su sistema educativo, agrupado en el Colegio Alemán de nuestra ciudad, supuso un cambio para la época. Un adelantado sistema de enseñanza que convirtió dicho colegio en referente educativo en la urbe. Además, desde sus inicios, el colegio se constituyó como eje social de los propios alemanes; un punto de encuentro y de unión para todos ellos.
La visión empresarial de esto nuevos ciudadanos aportó una modernización más que necesaria. Ejemplos son la cadena de limpieza de ropa en seco “El tinte de los alemanes”, de la mano de Paul Recknagel allá por 1918, o las aportaciones técnicas a la industria azucarera zaragozana. Por no hablar de nombres tan populares como el fotógrafo y cónsul Gustav Freudenthal, retratista de facto de nuestra gente. E incluso apreciaciones tan curiosas como el fútbol. Pues a estos alemanes hay que agradecer que se pusiese de moda este deporte, hasta tal punto que se formara el que hoy es el principal equipo de balompié de la ciudad, el Real Zaragoza. Son frutos del enriquecimiento de la interculturalidad. Ahora quizás algo olvidados pero latentes en nuestras vidas. Por eso cuando uno pasea por el cementerio, vuelve la mirada cual museo se tratase para descubrir retazos de nuestra historia.
De esa historia da fe el cementerio alemán de Torrero a través de personas y etapas de la vida. Una de las más dramáticas fue la que supuso el ascenso de Hitler al poder y la posterior Segunda Guerra Mundial. Reconocemos como cicatriz en el transcurso de nuestra historia universal, la capacidad destructiva del Ser Humano. El siglo XX ha dado muestras de la exacerbación destrizante que llevamos dentro. La Alemania de entreguerras cambió su política a fuerza de un solipsismo personalizado en un líder autárquico. Esa política afectó a todos los alemanes, dentro y fuera de las fronteras germánicas. Como el autor que nos trae explica, estar lejos de tu tierra, no siempre implica poder abstraerse de las directrices políticas que imperan. Ese sentido de pertenencia a un pueblo, al que antes aludía, sirvió de brazo especulativo a la moral y la vida de la Alemania hitleriana. Es decir, la ideología nacionalsocialista se impuso por las buenas o por las malas a todos los germanos, dentro y fuera de Alemania. Desde la llegada de Hitler al poder, la cultura germana giró en mayor o menor medida en torno a nuevos resortes ideológicos. Y en Zaragoza se hizo notar. El cónsul alemán de la capital aragonesa, Gustav Seegers, se convirtió en cabeza visible de la nueva Alemania en Zaragoza. Y junto a otra persona, Albert Schmitz, el espíritu nazi se hizo valer en la colonia de nuestra ciudad. Este último fue director del Colegio Alemán y canalizador de los designios nazis. Por un lado comenzó la ritual loa que se establece a una ideología cuando ésta se asienta. Desde conmemoraciones grupales hacia signos del régimen, pasando por celebraciones de fechas especiales. Sitios como el Teatro Principal de la ciudad, llegaron a ser lugar de actos patrios de la Alemania nacionalsocialista.
Y después, la guerra, otra Gran Guerra. Alimento del tánatos bajo ese sentido de autodestrucción, la Segunda Guerra Mundial se nutrió de tantas vidas humanas, que Alemania vio necesario enviar más y más víctimas al combate. Exprimida al máximo la moral de lucha por el imperio, Hitler no dudó en poner uniforme y armas a jóvenes imberbes y adultos de edad no militar. Algunos jóvenes alemanes de Zaragoza fueron reclutados expresamente para eso, para no volver.
Cuando el averno bélico terminó, de todos es sabido que muchas cabezas pensantes y de poder, huyeron hacia países afines a Alemania. Todo aquel germano que viese abalanzarse sobre él una represión aliada, intentó huir. Y en ese aspecto, la España franquista, fue cobijo y puente de salvaciones. Zaragoza acogió en diferentes empresas a unos cuantos alemanes. Sergio del Molino pone el acento en algunos nombres como la conocida empresa Tudor y algún que otro pueblo, que mediante una red de apoyo, cobijaron a compatriotas alemanes para comenzar una vida nueva. Y en un piso de la zaragozana calle Costa, el hogar de Gustav Seegers, se bullía y preparaba cualquier apoyo al Reich alemán. Tanto en su época de esplendor, como en su fenecimiento. Ahora, ese nombre y ese hombre, Gustav Seegers, descansa en el cementerio alemán de Torrero.
Las guerras marcan a sangre y fuego, los camposantos dan fe. Y huesos descansan agostados de la violencia por nuestro instinto irracional. En el cementerio alemán podemos ver el transcurso de esas luchas; una de ellas la nuestra, la Guerra Civil española. Alemania tuvo mucho que ver en ella. La relación entre Francisco Franco y Adolf Hitler constituye siempre motivo de introspección histórica y debate. Al margen de apreciaciones, son hechos fehacientes los apoyos que se materializaron entre los bandos. En nuestro caso, Torrero posee lo que son ya huellas del apoyo militar al bando franquista en plena guerra civil. El caso que nos atañe es el de la famosa Legión Cóndor. La fuerza aérea alemana que vino a España para ayudar a Franco. No es un tema baladí éste. Cuando comenzó la guerra en 1936, tras el fallido golpe de estado de los sublevados, la mayoría del ejército del aire español estuvo en manos republicanas. De esta manera, las buenas relaciones entre Alemania y Franco, propiciaron apoyo a la causa sublevada contra la república española. La colaboración aérea de Hitler fue la Legión Cóndor. Y como se vio después, se convirtió en una aportación decisiva. Bien por accidente, derribo o quien sabe qué designio de los aires bélicos, lo cierto es que varios pilotos de esa fuerza de élite, acabaron perdiendo la vida en tierra aragonesa y enterrados en el cementerio alemán de Torrero. Cuando menos durante un tiempo, pues sus restos fueron trasladados en los años ochenta, a Cáceres. Concretamente al cementerio alemán de Cuacos de Yuste, en un reagrupamiento de los soldados alemanes que combatieron en la guerra civil española. Ahora quedan las huellas de la muerte labradas en cruces, a la sombra de unos muros.
Estos fallecidos alemanes del bando franquista, propiciaron la creación de lo que hoy es el cementerio alemán de Torrero. Desde que llegaron a Zaragoza en 1916, los alemanes se enterraban en una zona reservada para ellos. Pero fue en 1937 cuando se acota lo que hoy es oficialmente el cementerio alemán de Torrero. Originariamente iba a ser un cementerio exclusivo para los aviadores alemanes de la Legión Cóndor, pero se convirtió en el camposanto común de toda la colonia germana. De hecho ahí se trasladaron los restos de los compatriotas fallecidos antes de la nueva ubicación. Gracias a las solicitudes del cónsul Geevers y Albert Schmitz, el Ayuntamiento les cedió gratuitamente este espacio. Hoy en día depende directamente de la Asociación para la Administración y Conservación del Cementerio Alemán, que es la que se encarga de su mantenimiento. El acceso al mismo, de hecho, se realiza por un lateral distinto al de la entrada de la zona antigua.
Cada nombre, encierra una vida. No es la primera vez que reseñamos a alguien inhumado en el cementerio alemán. Y seguramente, como opina Sergio del Molino en su libro “Soldados en el jardín de la paz”, quedan todavía muchos campos por estudiar dentro de la historia de los alemanes que recalaron en nuestra ciudad. Su libro arroja luz y despeja curiosidades. Una de ellas por cierto, la palabra alemana que designa lo que nosotros conocemos como cementerio. En alemán “friedhof”; literalmente significa patio de la paz. Un bello epígrafe para la última morada de un ser vivo. Sirva como invitación ese pequeño espacio funerario, para descubrir detalles y claves de un grupo de gente que el Destino trajo a Zaragoza. Forman ya parte de nuestra historia. Forman en definitiva, parte de cada uno. Miembros todos de una comunidad humana, que a pesar de la ausencia física inexorable, no pierde la esencia que nos define: comunicación para el entendimiento y el enriquecimiento de la persona. Desde ahí, desde un cementerio, todos seguimos viviendo en la memoria, en el legado personal y en el recuerdo. Un punto de encuentro entre muertos y vivos. Simplemente, la continuidad de la vida.
El autor de este blog desea agradecer su colaboración y disposición a Sergio del Molino, autor del libro “Soldados en el jardín de la paz”, y a Chusé Aragüés, de la editorial Prames.