Recientemente tuve un guiño del destino. Una anecdótica curiosidad, no muy ajena a los que pensamos que los libros (los de papel) poseen cada uno vida propia. Buceaba por Internet, rastreando los mercados culturales, al encuentro de una peculiar obra del siglo XIX, la Historia de las persecuciones religiosas, escrita por Fernando Garrido Tortosa. A lo largo de seis volúmenes se nos desarrolla con prosaica pluma y fino paladar sardónico, cómo el hombre ha perseguido y sojuzgado cualquier forma de competencia moral y religiosa, simplemente por eso, por ser una amenaza a nuestro irreductible fuero interno, o nuestra despensa crematística.
En esa navegación digital, donde el internauta encuentra lo que no espera y acaba donde no se propone, descubrí que tres de esos libros se podían descargar en formato PDF, desde recónditas direcciones ubicadas, intuyo, en Norteamérica. Efectivamente se trataban de tres volúmenes originales de esta publicación, escaneados página a página con tanta minuciosidad, que hasta aparecía el dedo humano operante “fotografiado” en una de las primeras hojas. Los libros presentaban indicios de haber llevado una vida muy movida. Suposición que ratifiqué cuando descubrí que habían escaneado hasta los registros del lugar a donde pertenecían estos tres ejemplares. Mi asombro fue regocijante al leer que correspondían, nada menos, que a la Biblioteca Pública de Nueva York.
Este detalle me hizo pensar; no precisamente en esas vidas que recorre un libro editado, donde no se sabe por qué manos pasará ni qué ojos le leerán. Me acordé ipso facto de los formatos digitales para leer, que tan de moda están ahora en esa eclosión exacerbada por las nuevas tecnologías. Y así me di cuenta, de que la comodidad de leer y guardar un libro que ocupa unos pocos kilobytes, no contempla la vida que recorre cada ejemplar editado en papel.
Cuando tenemos en las manos una obra material, podemos intuir el desgaste de su existencia, oler el tiempo… Pero en el mundo virtual, la vida de un ejemplar, no es más que un archivo etéreo, que no nos contará más que su fecha de creación y su posterior modificación. Y con el riesgo de perderse en la infinitud de archivos digitales que vamos almacenando en nuestros discos duros. La vida de estos libros electrónicos, no se palpa pero se extravían con más facilidad. No se mojan, no se queman pero se pierden de la vista con destreza y puede que desaparezcan del todo, devorados por un virus de última generación.
La vida de los libros se acorta en aras de su funcionalidad, eso está bien desde luego. Pero siempre habrá, espero, un ejemplar de papel, para ser leído simplemente con luz y ojos. Con una vida excitante, desaforada y única. Atacado el documento por el paso del tiempo, que diezma las bibliotecas físicas, construimos la que será una nueva Alejandría, sin espacios y de libre acceso. Pero también, sin ex-libris, sin pétalos secos ni fotos entre sus páginas, sin rastro de su vida. Trasformado el taller de un editor clandestino o artesano asentado, en un escáner de gran calidad, los libros cobran nueva vida. No es una revolución, es una evolución: la palabra, como la energía, se transforma, se perpetúa en muchas superficies y en la memoria, ahora además de la humana, la de un ordenador…