El siglo XIX fue un periodo convulso, agitado pero muy rico en la vida española. Si repasamos lo que aconteció en nuestro país podemos encontrar todo tipo de pasajes en el devenir de la Historia y nuestra cultura. Capítulo aparte merece lo hondura que el movimiento romántico tuvo en España. Desde 2009 contamos de nuevo en Madrid con un punto de encuentro con el pasado, un viaje en el tiempo. Tras ocho años de reformas, el Museo del romanticismo abrió sus puertas de nuevo. Era una cita a la que no podía faltar y que os aconsejo encarecidamente. Tanto si os gusta el romanticismo como si no es así, encontraréis en este edificio un museo real y exquisito que os transportará a otra época como si realmente no hubierais salido de ella.
En el número 13 de la calle San Mateo, afluente de Fuencarral, encontramos un edificio que data de 1776. En una calle estrecha y azotada por el sol, casi pasa desapercibida su fachada entre tanto vetusto edificio. Pero no es casual su ubicación, es un emplazamiento con historia. Sobre un terreno del marqués de Matallana, el arquitecto Manuel Rodríguez concibió lo que hoy vemos. A partir de ahí levantaron los cimientos de una edificación, a modo de palacio neoclásico, que nunca dejaría de ser remodelada con el paso del tiempo. El inmueble en sí, ha pasado por varios propietarios hasta llegar a nuestro días de la mano del Ministerio de Cultura. Sin embargo, su vida y sus contenidos se deben a manos privadas, se deben sobre todo a la iniciativa de un hombre. El “padre” de esta casa-museo es Benigno de la Vega-Inclán y Flaquer (1858-1942). El que fuese segundo marqués de la Vega-Inclán está considerado una de las personas que más influyó en lo que hoy llamaríamos turismo español. Tantos esfuerzos dedicó a esta labor, que el rey Alfonso XIII creó en 1911 la Comisaría Regia del Turismo, de la que Vega-Inclán fue su máximo hacedor. De hecho, el 21 de junio de 1921, en lo que hoy es el Museo del romanticismo, se instaló este organismo. Más tarde, en 1924, se inauguró el museo como tal, dedicado al romanticismo español.
El museo fue desde su creación un punto de encuentro y de memoria. Una vista atrás y por supuesto, una exposición, quizás homenaje, a los que dieron sentido a esa España decimonónica. Los fondos del museo salieron de manos del propio Vega-Inclán. A partir de ahí se fueron sumando donaciones y préstamos, hasta tal punto que hoy en día la recreación de una época es casi exacta. Todo lo que encontramos en su interior es real. Los muebles, eso sí, han visto cómo se sustituía su tapicería que, salvo alguna excepción, adolecía del paso del tiempo y el uso.
La limpieza, pulcritud y organización se intuyen nada más entrar. Un esplendoroso blanco baña paredes y escaleras. El signo señorial se anuncia como la enseña de todo el edificio. De hecho, al llegar a la recepción del museo, ya apreciamos una pequeña salida al fondo, que desemboca en un coqueto patio interior. Blanco también, y adornado con alguna que otra planta, pero no siempre accesible al visitante. Poco a poco, conforme avance el despertar del museo tras el largo periodo de restauración, el viajero podrá percibir la belleza de todas las salas de esta casa. Mientras tanto, sólo el sol baña esa estancia, ese pequeño espacio interior. A partir de ahí, unas albas escaleras nos conducirán a ese mundo, a ese viaje que en su día fue el romanticismo; ahora, nosotros somos los convidados.
Como decía antes, estamos en el interior de una casa, y como tal, la componen, digamos, habitaciones. La distribución de las veintiséis salas del edificio es temática. Son los grandes temas del siglo XIX; Guerra de la Independencia, literatura romántica, usos y costumbres de España y por supuesto, recreaciones de habitaciones de los hogares de la época. Cada detalle guarda en sus entrañas la realidad de una época pasada. El recorrido supone para el visitante la invitación a una casa como si fuésemos a participar en ella. Imaginemos los grandes salones donde tomaremos una taza de café o incluso podamos esparcirnos en un baile con nuestra pareja asida por la cintura mientras miramos a sus ojos, cual vista enervada por las pasiones. Véase la fotografía de la sala de baile. De colores rosados preeminentes. Amplios espacios con un piano de madera de ébano realizado en París para la ocasión. Y la ocasión era Isabel, hija primogénita de Fernando VII. De ahí que el piano ostente el escudo real. Será otra historia, por supuesto, la sucesión al trono de un rey que tuvo dos hijas. En medio, una cuestión de política real: que la descendencia suba al trono. Hasta Fernando VII era difícil que una mujer heredara el trono antes que los hijos, hermanos o sobrinos del fallecido monarca (Ley Sálica). Pero desde la aprobación de la Pragmática Sanción, ya no fue óbice para una mujer reinar. Aun a costa de conflictos bélicos… Hay, desde el comienzo del recorrido del museo, una explicación constante a esa historia de España tan ajetreada. Pero, como hemos dicho, todo el siglo XIX cabe en un edificio.
Lo singular se torna anecdótico. Es el caso de este rey del que hablamos. En una pequeña sala nos deleitamos con sus objetos de uso cotidiano. Su neceser de viaje y su retrete. Lujoso asidero para unas nalgas reales, que como todo trasero, hablan de vez en cuando aireando opiniones que nadie quiere escuchar. A destacar el salón comedor (ver fotografía) realmente cuidado y de elegante belleza.
Hay no obstante diferentes bellezas en las habitaciones. Las alcobas son la imagen viva del tiempo. Especial atención y delectación merece la de la señora de la casa. La mujer de nuestras vidas. Lástima no poder ver el conjunto más de cerca para apreciar las esquinas que escondían espejos y pinturas, pues el paso al interior es escueto. Nos hacemos a la idea de lo acogedora que es y nos ensimismamos en su intimidad. De similares sensaciones se embriaga uno en la alcoba del varón. Presidida por un gran espejo basculante y una cama que nos recuerda que las personas de aquella época no eran tan altas como nosotros. Hay detalles femeninos y varoniles a tener en cuenta. Navajas de afeitar, ropa, escupideras, armas... Sí, digo armas. Ahí llegamos a uno de los fetichismos por antonomasia del Romanticismo español. De todos es bien sabida la muerte por amor de uno de los grandes periodistas de nuestra cultura, Mariano José de Larra. Y aunque no sea justo decirlo, dados los tesoros que alberga el museo, se convierte su muerte en uno de los reclamos principales. Más de una habitación está dedicada a las grandes plumas del romanticismo español y sus obsesiones. Una de estas salas la preside Larra. Primeramente con dos cuadros, uno de ellos el famoso retrato pintado por José Guitérrez de la Vega. En una esquina de la estancia, con poca luz y protegidas por cristales, descansan una pareja de pistolas catalogadas popularmente como “cachorrillos”. Su tamaño es pequeño y solamente un disparo huye del cañón que portan. Perece ser que se trata de las pistolas que tenía Larra en su casa y que a través de sus familiares han llegado hasta nosotros. Digamos que sean o no las auténticas, una de ellas debió de escuchar de cerca el latido compungido del escritor, el estertor de un corazón ahogado previamente en su desesperación. Ahí, en su presencia nefasta, asumen con arrogancia el leve devaneo de una vida enfrentada al ocaso a través de una oscuridad ciega. Y no son vanas estas palabras. Cuando menos en esa sala del museo donde se rememora el suicido como tema de un movimiento vital y artístico. Tres cuadros de pequeño tamaño nos muestran ese... ¿absurdo, salida, error? No es sitio este reportaje para tal debate. Nos quedan sus obras, sólo apostillaré eso.
No desespere el viajero pues hay salas más alegres, como la del costumbrismo andaluz o la habitación de juegos de los niños. Los niños decimonónicos jugaban a ser grandes pero con la fragancia de su edad. ¿Es posible eso? Saltaban, sabemos, de la niñez tardía a la adultez, sin pasar casi por la adolescencia. Pero no se puede pedir a un niño que no lo sea y eso, los románticos lo sabían. La fantasía, las muñecas, las recopilaciones de cuentos, la naturaleza... A veces miro los retratos de esas criaturas y parece que otean el futuro, su futuro. "Ya llegará, no os adelantéis al mañana. El mañana os alcanzará." Muñecas, cartas, diferentes juegos… todo lo que un niño necesita para su esparcimiento, además, de lo más importante, sus compañeros, no lo olvidemos nunca.
Hay en esta ruta romántica salas de lo más curiosas. Una de ellas es una salita de estar habilitada para fumadores. Es una sala peculiar. Es la que más transporta la imaginación a otros lugares del mundo. Concretamente a sitios exóticos, cercanos a lo paradisíaco. Es algo muy típico de la imaginación romántica; el gusto por lo exótico, caracterizado a veces de oriental, de musa fémina sensual. Inspiradora y fin último de las consecuencias. Me viene a la memoria el retrato de George Gordon Byron, el célebre poeta inglés, vestido a las maneras orientales. En el museo romántico, tertulias habría entre esas cuatro paredes pobladas de niebla en un olor insondable de fuego vegetal consumido a golpe de latido. La evasión a veces se comporta como la locura, pues se corre el riesgo de deleitarse tanto en ella, que ya no hay regreso posible.
Al final del paseo recalamos en una sala dedicada a instruir al visitante acerca del propio movimiento. Presiden la habitación mesas informáticas que a través de pantallas táctiles explican e ilustran el romanticismo. Su función la acometen con cariño. Hacen el tema accesible y hasta atractivo en sus pilares más populares. Cuando menos, los que han llegado hasta nosotros transportados y asumidos por nuesto acervo cultural. Qué mejor para terminar la visita que contemplar unas láminas variopintas, sentarnos en unos sofás para hojear libros o ver un pequeño “teatrillo” multimedia con escenas cotidianas de lo que un día era la vida en España.
El museo además cuenta con una predisposición cultural encomiable; sala de conferencias, archivo… y todo auténtico de época. Constituye una aproximación al romanticismo y una reivindicación. Más allá de los tópicos que resuenan en el interior de nuestras mentes, de la palabras que escribimos cuando ciertas emociones se aproximan, y sabiendo que forman parte de nuestra herencia cultural; allí, entre ensoñaciones y pasiones, se mide el gran azote de los sentidos, una época única, vital y decisiva. Ahora, enmarcada en un viaje al pasado, con sólo traspasar, una vez más, el umbral que nos separa de lo que se presenta ante nosotros.
http://museoromanticismo.mcu.es