domingo, 12 de septiembre de 2010

No matarás.



La Muerte, uno de los ingredientes de la vida, condicionante a veces de nuestra filosofía personal, pero además, todo un universo rico en matices y opiniones. Hablar de la Muerte conlleva muchas apreciaciones y una de ellas brilla con luz propia en la jurisprudencia, el debate filosófico, ético y religioso. Me refiero a la condena que supone, en determinadas legislaciones, el castigo capital de perder la vida por haber cometido crímenes más que punibles. Se ha escrito mucho sobre la pena capital y el debate es interminable. Sin embargo en el conglomerado, o mejor dicho, la maquinaria que supone el extinguir la vida de un ser humano bajo tutela de la justicia, encontramos un elemento muy interesante. Me refiero a la figura del verdugo. La persona que, desempeñando un trabajo profesional, se encarga de llevar a cabo, con sus propias manos, la práctica de una sentencia.

En España, hasta hace unos años, la Constitución aún comprendía la posibilidad de escindir vidas legalmente en periodo de conflicto bélico. Y fue bajo el régimen de Francisco Franco cuando se ejecutó al último reo en España allá por 1974. No queda tan lejos en la memoria un oficio que socialmente no ha estado muy bien visto pero que no ha dejado de ser estudiado en nuestro país de formas tanto literarias como historiográficas. A este último campo pertenece el trabajo de Salvador García Jiménez, titulado “No matarás. Célebres verdugos españoles.” Libro publicado por la editorial Melusina hace pocos meses.

A diferencia de otros estudios sobre el tema, el autor lo que hace es mostrarnos los semblantes personales y profesionales de los verdugos que tuvo España desde el siglo XIX hasta entrar en el XX. Para ello García Jiménez se sumerge por un lado en la bibliografía existente sobre este tema y más que nunca, en las hemerotecas y archivos periodísticos de la prensa española. Este último punto es clave, pues a través del periodismo vemos como miraba la sociedad a ese trabajador que simplemente cumplía con su deber. En una España de carácter sanguíneo, ardiente en sus manifestaciones, y de una religión católica muy supersticiosa, no dejaba indiferente a nadie, ver por las calles a un hombre normal y corriente cuyo oficio consistía en matar. El libro por tanto, supone un análisis sociológico encomiable. Gracias a los periodistas, descubrimos en toda su hondura la forma de ser de la gente llana. Esa gente que forma, como llamó Miguel de Unamuno, la Intrahistoria.

La estructura y formas del estudio son directas y sin concesiones. Cada capítulo se dedica a un verdugo. Desde su nombramiento en el cargo hasta su final. De esta manera se nos muestran pinceladas de como era cada ejecutor de la justicia, su forma de ser, su visión personal del trabajo que desempeñaba, su forma de obrar e incluso la vida personal del que era también una persona de carne y hueso.

Ser verdugo en España era contradictorio. Por un lado, este trabajo de funcionario disponía de un sueldo fijo más gastos, que a más de uno le hubiese gustado disfrutar, a juzgar por la cantidad de solicitudes que se presentaban cuando se convocaba la plaza correspondiente. No en vano se trataba de una labor tranquila, si tenemos en cuenta que incluso cuando no se ejecutaba, se cobraba el salario igual. Por otro lado, llevar el sambenito de tan nefasto oficio, no era bien visto en las localidades donde se procedía a ajusticiar. Una sociedad tan religiosa veía con recelo y mal agüero a quien vivía con las manos manchadas de sangre aunque fuese legalmente. Y es que el verdugo, a su vez, se convertía en el maestro de ceremonias de un espectáculo que hacía hervir la sangre. Porque la pena de muerte, y es triste decirlo, supone también un espectáculo digno de los mejores contratos publicitarios que una sociedad, totalmente sin escrúpulos, moral y sentido común, a buen seguro sería capaz de firmar.

Imaginemos la escena, ahora ficción, otrora real. Un patíbulo con una estructura de garrote vil levantada. Sacerdotes, soldados en formación. Un reo bien atado, vestido de negro, con la cabeza encapuchada y el cuello apresado por una argolla. Un verdugo a su lado que en el momento culminante, le da vueltas a una tuerca cuya cabeza del tornillo, aprieta el cuello del reo hasta desnucarlo. Lo mejor no está si cabe en el escenario; la tensión se vislumbra en las caras de los asistentes. No poca gente apelotonada, subida a tejados y árboles. Padres con niños que asisten para dar ejemplo a los imberbes. Periodistas ávidos de la noticia. Y detrás de un condenado, que padece el frío sudor del terror que se le avecina, un hombre normal y corriente hace su trabajo.

Debates aparte, lo curioso del caso es como miraba la gente de la calle el oficio de verdugo. Esta persona tenía a menudo que soportar desmanes y salidas de tono, que en una ocasión, incluso terminaron con la muerte del susodicho operario del garrote. El libro de García Jiménez demuestra que si bien, era un trabajo estable, todo verdugo debía estar bien seguro de lo que se cocía en sus entrañas y acostumbrarse a despuntar entre los demás, sin olvidar una cierta humildad. La misma que adujo uno de ellos, Aúreo Fernández Carrasco, a la sazón ejecutor de la justicia de Madrid, cuando en una entrevista a un periodista, se excusó alegando que la que mataba realmente era la ley, no el verdugo. Para la gente no era una excusa que limpiase una moral, puesta en duda, por ser capaz de dormir plácidamente sabiendo las muertes que llevaba a sus espaldas y las que le quedaban. Quizás, muchos se preguntaran qué deleznable persona era capaz de tener un trabajo así. Pero de hecho, hasta los verdugos tienen sentimientos. Hubo quien los defendió como personas. Es el caso, no podía ser otro, que el de Vicente Blasco Ibáñez y su punzante pluma. El autor fue de los pocos que defendió a un verdugo cuando éste pidio el indulto de una reo fémina. Acción que le valió al matarife la destitución. Y hubo quien, ya tomado el cargo de ejecutor de la justicia, decidió dejarlo tras constatar que en sus entrañas no cabía plato de semejante aderezo.

Desde esta óptica, el libro “No matarás” resulta esclarecedor. Personaliza con nombre y apellidos el anonimato del sayón por excelencia, y se une a la literatura que han dedicado grandes escritores españoles a la figura del verdugo. Tanto en la ficción como en la realidad histórica que sigue dando estudios hoy en día. Alguno por cierto, con pequeños deslices que el autor de “No matarás” corrige, si bien, esta primera edición de su libro tiene alguna errata tipográfica todavía.

Echo de menos en este trabajo un final más a modo de corolario, en lugar de terminar el libro tal cual, con el telón de cierre de los verdugos de Filipinas. Y por supuesto, ya de paso, alguna fotografía o dibujo que ilustre. No por alimentar el morbo, que queda bien saciado en sus páginas, si no por pura ilustración bienvenida (además de la única imagen interior del libro que nos da un recibimiento al comienzo). En cualquier caso no etiqueto el libro ni de alegato en contra ni como apología de la pena capital. Eso lo verá el lector cuando vislumbre el pulso del autor. Me quedo con su más que recomendable semblanza de los verdugos para mostrarnos la verdad. Que no es otra que la de la carne y el hueso tanto en los que miran como en los que son mirados.



“No matarás”

Salvador García Jiménez

Editorial Melusina

2010


1 comentario:

  1. Me llama la atención que, en un país tan religioso como España, 'espíritu cristiano':amor al prójimo, no matarás, etc., etc., país dominado por la Iglesia católica, se practicara la pena de muerte, además, en una manera tan cruel. Todo eso lo permitían los clérigos cristianos. ¿Dónde estaban los obispos, cardenales, el Papa, el Vaticano? ¿Quizá estaban en otro 'ascensor'? Para todo este tipo de atrocidades ha servido, y sirve, el cristianismo... Para honor y honra de Cristo Rey. Gracias a Dios...

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