domingo, 30 de octubre de 2011

Vivir todavía.


Decía Vilém Flusser que la única gran verdad de la vida es que el hombre, ante el momento de la muerte, se encontrará irremediablemente solo. Y que esa certeza nos acompaña a lo largo de nuestra existencia. Ningún artificio añadido, sostenía Flusser, podía librarnos de la soledad que supone dejar de existir. Un cara a cara ante el ocaso. Sin embargo, nuestra existencia no termina en el óbito físico. Todo lo contrario, nos perpetuamos en la memoria de los que nos sobreviven; el recuerdo es vida.

Flusser estaba en lo cierto. Quizá por eso muchas culturas tienen un día específico, o incluso varios, para recordar expresamente a los difuntos. Formalismos aparte, lo que importa es el recuerdo. Por eso, la persona que está abandonada de la vida, se siente más fuera que dentro del mundo. No se comunica, nadie se acordará de ella cuando ya no esté. De ahí que el hombre sea el ser vivo más comunicativo de todos. Necesitamos comunicarnos pues en esa acción hay sentimiento, hay alimento vital.

Los cementerios son lugares de encuentro. No sólo con los muertos, además con los vivos. Invito a que se visiten las necrópolis fuera de temporada. A pasear por sus calles a modo de introspección; un yoga funerario se podría decir. Es posible que hasta sea terapéutico. De esta manera, no subsanaremos la angustia mortal que aludía el conocido pensador praguense, pero nos volveremos un poco más humanos sabiendo que estamos de paso y que nuestra existencia, o lo que es lo mismo, nuestras acciones, dejarán huella. No en un túmulo florido una vez al año, sino en una eternidad, la de la memoria.

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