Hace unos años, en plenas fiestas del Pilar de la ciudad de Zaragoza, hubo un concierto musical memorable que se realizó en el centro de la urbe. La Vargas Blues Band desplegó en la famosa avenida de la Independencia su mejor blues rockero ante la mayor cantidad de público que se puede imaginar.
Hablamos de lo que podría ser un concierto más en unas fiestas patronales como otras cualquiera. Sin embargo, el epítome no sería justo. Ese concierto fue también objetivo de mi cámara, pues Javier Vargas es, junto con Raimundo Amador, de lo mejor que tenemos en España en cuanto a “cuerdas eléctricas” se refiere. Pero no fue un concierto cualquiera. Cuando el conjunto terminó su actuación, vinieron los bises, preludio de la despedida. Algo habitual, consecuencia del hambre de los que siguen porque les gusta un grupo musical. Pero tras retirarse definitivamente por esa noche Javier Vargas y su equipo, la gente siguió increpándoles amigablemente. Era ya poco el público, intempestiva la hora y una semana larga por subyugante. Un grupo más o menos exiguo de gente, coreaban el nombre de Vargas. Y resultaba pintoresco a la vez que emotivo, ante la soledad de un espacio tan grande como esa avenida de la Independencia, ver y sentir esas voces con deseos de más. Pedían, como es normal, que el momento no se acabara nunca.
No suele ocurrir en el ámbito profesional; llevo diez años largos fotografiando a los músicos y cuando el show se acaba, el final es inexorable. Sin embargo, esta vez no fue así. Javier Vargas salió y volvió a tocar… y no poco tiempo además. La calle ya no se volvió a llenar, y de vez en cuando pasaba por los laterales algún vehículo de la limpieza pública. Pero ese Artista, por un momento dejó a un lado su cansancio, su contrato, se dejó llevar y se entregó. Supongo, en estos casos, se trata de una mezcla de pasión, placer y entrega para con sus seguidores. De esta manera el concierto duró horas y horas. Pocas veces, insisto, he visto esto sobre grandes escenarios.
Hasta el pasado veinticinco de febrero no volví a ver a la Vargas Blues Band. Esta vez con un nuevo cantante, fruto de la amistad casual entre artistas. Y por supuesto, en un escenario más pequeño. Un local como es el Arena Rock de Zaragoza.
La entrega fue la misma, si bien más ceñida al tiempo pero con no menos insistencia de público que por supuesto, pidió más y más ante el anhelo insaciable de sus almas alimentadas por música.
Y descubrí al igual que con otros artistas, que el paso del tiempo a veces hace mejorar como el vino el talento de algunos músicos. En esta ocasión, los protagonistas eran dos, las manos de Javier y la voz de Tim Mitchell, un norteamericano bonachón y entregado, divertido a la par que grande en sus dotes. Quizás ya comience a ver a través de mis ojos, la música como algo entrañable dejándome llevar por la edad que otrora bebía de la rebeldía irredente. No obstante siempre he sido muy ecléctico. Tanto llevo en las venas tempestades como paseos de mar pausados. Esto mismo se podría decir del estilo que nos brindó Javier Vargas y su gente. Lleva unos cuantos años en esto y siempre suena fresco y rejuvenecido. Se ve que disfrutan sobre un escenario tocando. No hacen ascos a nada por su música y agradecen la entrega del público.
La Vargas Blues Band ya ha grabado un disco en directo con amigos, un toque de distinción alimentado con humildad del buen hacer y el talento. Música entre amigos, incluido público, con el amigo Vargas.
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