Un teatro de la vida representado en el cementerio de Torrero de Zaragoza. Actores y público en artística concomitancia. No hay una catarsis especial, pero una voz interna nos susurra sotto voce en nuestras conciencias, la posible existencia de un Demiurgo justiciero, de una tribunal allende nuestras conciencias. Son las impresiones que me vinieron cuando abandoné el camposanto municipal de mi ciudad la noche del dos de mayo. Pero esas percepciones forman parte de un Todo que incluye el escenario, tapias llenas de inhumados y una oscuridad envolvente, como la Muerte misma.
Me atrevería a decir que vamos camino de consolidar nuestra Ciudad de los Muertos en un emplazamiento redivido culturalmente. Nueva sabia que a la larga hará cambiar la óptica desde la que la ciudadanía suele mirar estos lugares. La percepción común española sobre este entorno es cultural, aderezada por un poso religioso proclive a la superstición y el respeto trémulo. Pero de un tiempo a esta parte volvemos a percibir los cementerios como un lugar más allá del encuentro necrológico. A la célebre representación del Tenorio de José Zorrilla, se unen diversas iniciativas de puesta en escena. La última de ellas una obra de la compañía Microteatro Zaragoza. Hablamos del libreto escrito por Santiago Meléndez titulado “Argh, la morada.” La obra fue representada recientemente en la sala El extintor de esta ciudad, pero la ocasión fue única y el entorno de una urbe del inframundo, resultó otro acierto enriquecedor en la representación.
La cita era propensa a las emociones. De pie o sentado, el público se introdujo en las desdichadas vidas y truculentas condenas de cinco personajes. Todos ellos tienen las manos manchadas de sangre con las conciencias tranquilas. Nadie (salvo una mujer engañada y por ello atormentada) se arrepintió de sus actos. Hubo quién se regocijó en el mal ajeno con la vindicación provocada. Como aquel hombre, portador del VIH, que disfrutaba propagando su mal a través del hedonismo sexual. O quien abocado a ver la sombra de la guadaña actuar inmisericorde, aprovechaba el ominoso hado para alimentarse de la carne de sus deudos ya fallecidos. Hay más casos en esta obra, pero todos lo hicieron empujados desde su más profundo interior y sabiendo las consecuencias. Estas últimas representadas por esa ineluctable Muerte, a la imagen y semejanza de la Parca griega Átropo. La tercera hilandera de la existencia de los mortales, cuyo cometido no es otro que cortar el hilo de la vida; el fin siempre es morir.
Si a estas historias, sumamos una noche proclive al paroxismo nutrido por las magníficas interpretaciones de los actores y actrices, el resultado deja un sabor de boca complaciente. Sobre todo cuando traspasamos de nuevo el umbral de la zona antigua del cementerio, cuyo tablado de la obra es la llamada “Primera ampliación”. En las calles de sus manzanas de nichos, presenciamos los momentos de la obra. Y al final nos queda saber que seguimos vivos, pero de paso en este Valle de lágrimas.
Desde aquí felicito a los responsables que están dando vida al cementerio. Una familia aglutinada frente a la filiación humanista de la cultura funeraria. Conciertos musicales, visitas guiadas, historia, arte... Ahora además, con representaciones variadas de teatro en el acierto de una pieza que encaja dentro del entorno con un respeto exquisito. Microteatro Zaragoza, una de esas piezas bienvenidas y que espero sigan alimentándonos en estas fronteras del más allá. Ahora, más terrenal que nunca. Y en breve, con la celebración paralela de la “Noche en negro”, parafraseando a la “Noche en blanco” que se lleva haciendo tiempo atrás en diferentes ciudades de nuestro país. La cita será en junio. No obstante, las puertas del cementerio de Torrero siempre se nos abrirán antes de tiempo, pero sin miedo, para descubrirnos... a nosotros mismos.
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