La invención de la fotografía dio visos de realidad a una de las virtudes del Arte: representar el momento, el instante y a la vez, hacerlo subjetivamente convirtiendo al autor en algo trascendental; no ya un fotógrafo, sino un artista.
Si hay alguien, que como artesano de la imagen, eleva la fotografía del instante preciso hacia parámetros sublimados de la técnica fotográfica, ese es Jacques Henri Lartigue.
Recientemente hemos podido disfrutar de su vida y obra en Zaragoza. Y cuando digo su vida hablo bien, pues Lartigue no cesó en su empeño de inmortalizar recuerdos a base de placas y negativos. Su obsesión era plasmar para siempre las imágenes que un día nos sobrevivirán. O, como él decía, subsanar esa especie de enfermedad por la que “todas las cosas que me maravillan se escapan sin que pueda guardarlas lo suficiente en la memoria.” Con ese continum merece la pena embriagarse de fotografías que muestran estados puros del movimiento, la velocidad y la existencia. Porque eso viene a confirmar que el cambio es vida.
El fotoperiodismo íntimo de Lartigue nos introduce en su vida sin caer en el voyeurismo que también alimenta al espectador. Nos regala partes de sus días. Una vida que él mismo atesoró en fotos y más fotos, álbumes y más álbumes. De esta manera construyó un legado de sí mismo. Hizo, de hecho, lo que yo sostengo: tras la experiencia sólo queda el recuerdo y nosotros, los fotógrafos, le damos forma con esa imagen tomada cuando formábamos parte de la vida.
La inmortalidad de la acción, del movimiento vital, es el leit motiv de Lartigue. Incluso por encima de enfoques y supuestos encuadres. Desde ese punto de vista, con Lartigue se aprende fotografía sólo con verla. Algo que no todos los fotógrafos pueden decir de sus obras.
Ahora que se cumplen veinticinco años de su muerte, me quedo con el retratista de la vida que fue. Como él, comparto cierta complacencia en el pasado, retroalimentando el futuro más que necesario. Y aunque no le alabe el gusto en todo, reconozco y aprendo del maestro y su obra, hasta el vértigo del momento que llega a producir estar vivo.
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